Morir no fue la sensación más fuerte que había tenido. Fue lenta y cubierta de una incertidumbre que
no se calmó hasta que murió, pero no fue el impacto más grande de su vida. Era paradójico pensar que
su muerte fue un hecho insignificante para su vida, pero lo era, porque había vivido tantas emociones
intensas con mucha más conmoción que su muerte.
La primera emoción fuerte que podía recordar ocurrió cuando tenía 3 años, su madre entró por la puerta
con su hermano en sus brazos y de un día para el otro su enorme estómago desaparecido cuán si fuera
magia. Tenía 3 años cuando sintió por primera vez ternura. Fue una explosión abrumadora en su
cabeza, pero cuando vio esa cara arrugada y rojiza se prometió ser el héroe que siempre necesito y
pudo serlo.
La segunda emoción ocurrió en alguna semana escolar a sus 15 años. Rompió las mariposas en su
estómago cuando vio por primera vez a un chico de ojos marrones. Su corazón latió tan rápido y
contundente que sus oídos lo embriagaron con ese incesante pálpito. En ese momento no lo sabía, pero
estaba enamorado.
La tercera emoción ocurrió a los 28 años. Un tiempo largo que pasó entre la universidad y que se sintió
como una perdida de sí mismo en función a la vida académica, consiguió un empleo de bajo salario y
un apartamento con paredes mohosas que se pudo permitir, pero aquello era suyo y cuando compró por
primera vez una pequeña nevera con su salario, el orgullo estallo tan fuerte que despertó años de
sentimientos reprimidos. No era la vida de éxitos que siempre planeó, pero le era suficiente para vivir
como quería.
La cuarta emoción sucedió al cumplir 35. Su madre de pocas enfermedades murió de repente. Ella fue
longeva en sus tiempos y solía bromear sobre como ninguna vacuna sería más fuerte que sus defensas
campesinas. Se encontró con su hermano en el funeral, sin estar muy cerca lloraron en compañía y
reconoció que nunca experimentó tal tristeza.
La quinta emoción ocurrió cuando tenía 46 años. Su hijo, un niño apenas entrado a la adolescencia fue
arrollado en la carretera de su escuela, recibió la llamada desde su cómoda oficina en el centro y seobligó a correr por las autopistas hasta llegar al hospital. Y aunque el niño se recuperó sin heridas
graves, él solo pudo reconocer el miedo que se aferró por meses.
Y luego murió, a esa edad donde las canas ya dejaron de crecer. Murió en cama una noche como la
mayoría de personas desearían morir, con el dolor escaso y una inconsciencia a penas lograda. Murió,
pero podía reconocer que no había sido el momento que más sintió. Quizás ese sentimiento se había
relegado al duodécimo puesto de su vida, y aun así, pensó que no era necesario reconocerlo.
Después de todo, y como dicen por ahí, la muerte es un asunto más de vivos que de los muertos, y a él
ya no le importaba.