viernes, 30 de abril de 2021

Sileno, el portero de Ana Isabel Palacio Sánchez

No recuerdo cuándo fue la última vez que lo vi. Estaba tan acostumbrada a encontrarlo deambulando por los pasillos del pequeño edificio de tres plantas esperando encontrar algún desconocido para hacerle una especie de reverencia detrás de sus grandes lentes y su amplia sonrisa que con dulzura exhibía sus dientes retorcidos.

Igual, hace meses que no pasaba con regularidad por allí. Sí me había dado cuenta que hace días no nos cruzábamos pero pensé que tal vez justo estaría en el horario nocturno o a lo mejor, estaría de vacaciones o incluso jubilado, después de una larga vida de servicio. Le había dedicado al menos treinta años de su vida a cuidar ese edificio de día y de noche, sin falta.

Algún habitante de la propiedad se limitó a decirme que lo encontraron muerto en su casita después de que algún vecino curioso se percató de no haberlo visto salir y entrar con la puntualidad del católico devoto al que despiertan las ánimas. No supo decirme con exactitud cuándo había pasado, “hace un par de meses quizá”, dijo. Al parecer no tenía familia y estaba luchando contra alguna forma de cáncer durante varios años en silencio. Cuando por fin estuve sola, lloré su deceso. También me culpé por no haberme enterado antes. Por no preguntarle más por su historia, saber si tenía mascota y si conocía el mar.

Un día me lo encontré en un bus y sin pensarlo me senté a su lado y lo salude. Me reconoció inmediatamente aunque no sabía mi nombre. Yo tampoco sabía el suyo. Eso no fue impedimento para que conversáramos lo que duró el trayecto con la complicidad de tantas miradas y sonrisas que durante años habíamos compartido sin cruzar una palabra.

Me molesta que siga existiendo el edificio, que no se haya derrumbado con su ausencia. Las cosas no deberían seguir igual cuando alguien como él falta. Uno espera que el mundo cambie, que colapse o por lo menos que se congele. Pero el cinismo con el que todo sigue, como si esa persona nunca hubiera existido, como si fuera reemplazable o despreciable por cualquier otro es un sutil recordatorio de la crudeza de la vida.

Quisiera que su epitafio dijera: Sileno, un hombre increíblemente dulce. Su muerte fue discreta, como su vida. Pero los miles de anónimos que pasamos por el Argentario jamás podremos olvidarlo.

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