viernes, 30 de abril de 2021
Rojo es el camino a Khajuraho de Luis Guillermo Hernández Vásquez
La carretera que lleva a Khajuraho es roja. Tiene un tramo serpenteante que baja entre un bosque nativo hasta llegar a la llanura donde traza una recta entre sembrados de trigo extendidos a los lados y, de cuando en cuando, casas de ladrillos macizos enlucidas con mortero y cal. Del color del pavimento me percaté en un giro. Por el balanceo del bus vi al sesgo su tono rojizo como el de la piedra de Jaipur que me recordó ese otro que he visto por doquier cubriendo las paredes y pisos de los edificios públicos y los sumideros en las calles, junto a las aceras. Al principio no entendí cual era el origen de esas manchas coloradas que por ajenas a lo habitual intensificaron mi curiosidad y luego las circunstancias lo fueron aclarando. Vi en las estaciones de tren señales que prohíben escupir —no spiting— dice la advertencia, ilustrada con una línea discontinua en dirección a un ángulo recto, indicando el rincón entre el suelo y el muro. Ese tono parecía resultar de un hábito que me desconcertó cuando vi salir por primera vez un líquido entre marrón y rojo, escupido con vigor por un caminante en la calle. Después reparé en un oficio ejercido en pequeños locales como nichos abiertos a los andenes, de a lo sumo un metro por un metro con su piso a unos ochenta centímetros del suelo, donde hombres sentados mezclan en diminutas mesas polvos y extractos bermejos que reparten en hojas de árbol verdes, cuyos clientes reciben doblando delicadamente sus bordes para evitar que se derrame el contenido, antes de paladearlo. Otro día al consultar a un policía en la calle me sorprendió el gesto al responder: le costaba hablar mientras masticaba y la cabeza inclinada sugería retener un liquido que entreví tras sus lentas muecas al contestar, como anestesiado. Al parecer es una actividad placentera que solo he visto practicar a los varones. Las mezclas artesanas conviven con la oferta de paqueticos empacados en papel brillante y adheridos entre sí formando tiras multicolores descolgadas de los aleros en los quioscos de dulces y cigarrillos, de donde son desprendidos uno a uno. Por unas rupias los clientes jalan dos o tres y los guardan en los bolsillos de sus camisas. En la espera de un semáforo, fisgando desde el asiento trasero de una rickshaw, reconocí el ademán del ciclista a nuestro lado quien hurgó con su mano en el pecho para sacar un sobre, romperlo de un mordisco y vaciar el contenido entre sus labios. En la proximidad de las conversaciones o al comprar a dependientes de comercios he reparado en lo frecuente de sus dentaduras manchadas, supongo que por el tinte de esos líquidos que no solo tiñen los rincones. Ese tono rojizo presenciado aquí y allá al peregrinar por la India, en las salpicaduras veteadas por la mugre y en las lajas jaspeadas de piedra de Jaipur también ahora, rumbo a Khajuraho, lo veo en el pavimento rojo de la carretera.
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