viernes, 30 de abril de 2021

Carellanta o el guardián del fuego crepuscular de Carlos Andrés Cardona Molina

Camino a vencer la montaña partimos.

Siendo casi medio día el calor recrudecía y de fiero cansancio rabiábamos.

Llegando a la cumbre, superando un recodo preocupantemente empinado; como postal de un alucinante atardecer, se abrió a la vista, a no pocos metros, una colorida casa atiborrada de improvisados materos.

Solicitamos permiso para descansar allí.

Ya sentado, abriendo mi moga -suculento fiambre que me hacía chillar la tripa con solo imaginarlo en mis fauces voraces- de repente un canturreo.

Agucé mi mirada.

Desde la cresta del monte, donde se atisbaba la continuación del camino que abre paso a tupidos boscajes: pequeña silueta, machete al cinto, pantalón roído, botas pantaneras, robusto cuerpo con cabeza grande y redonda, niño de inmensos saltones ojos y regordetes cachetes.

Traía al hombro un atado de leña que, al lado de una especie de círculo formado de menudas piedras ovoidales, descargó de inmediato mirando, a manera de hacer contabilidad en la mente, otros cuantos leños dispersos.

Ensimismado, comenzó a organizar las pequeñas ramas secas al interior del pedregoso aro, cual si se tratase de un jaibaná Emberá.

Abrí pequeña bolsita de caramelos, el niño abrió grande sus ojos. Le hice un llamado indicándole el mecato, se dejó venir cuan rápido tiró los maderos secos que sostenía.

- ¿Para qué recoges tantos leños?

-Para encender fogatas cayendo la tarde, respondió la dueña de casa. Por acá se prepararon los últimos intentos de asaltar el pueblo. Crearon una especie de cuartel y se atrincheraron aquí unos, mientras otros un par de kilómetros abajo, repelían la avanzada del ejercito que había sido advertido; oscureciendo, quedamos entre fuegos cruzados, escuchábamos únicamente el tronar de las balas y sólo veíamos destellar atroces ráfagas de metralla. Desde ese día, azarosos espantos le visitan, al caer la tarde, apura avivar alguna llama o luz porque teme volver a ver el entorno cruelmente obscuro como fue aquella noche. Haciendo de vigía, se convence que todo trascurrirá en orden y va quedando dormido.

No sentí licencia para decir algo al respecto ¿Qué iba a saber yo de heridas tan verdaderas y viscerales? (cuando mucho, mi mayor sufrimiento habría sido llorar por aquella que un día partió sin un adiós) guardé silencio por un minuto. Recordé la lección que invita a la prudencia: “Sabe callar la palabra cuando ya no se encuentra con el momento que la necesita”.

Ensayé otras peguntas, movido más por la necesidad de intentar sacar esas imágenes del instante. No se trató en absoluto de negar o disimular aquella realidad. Indagué mejor por algo promisorio, que me hiciera sentir alivio al pensar que habría un futuro esperanzador para aquel pequeño:

-Y vos ¿estudias? ¿vas a la escuela? ¿sabes leer?

-Sí, yo estudio, apenas estoy aprendiendo a leer y voy a la escuela a jugar jútbol.

- ¿cómo es que vos te llamas?

-Mire le explico mi nombre: mi amá me dice José Rogelio, pero yo me llamo es Carellanta.

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