Ahí, de pie viendo a un Mí mismo arrodillado y temeroso, perdido en mi existencia; solo visible en un Otro tan externo que no nos diferencia. Tal posición de debilidad que pide ser usada, me exige patear a Mí mismo arrojándolo al suelo, dejándole expuesto, en su lugar más temido. En el más profundo de los sufrimientos Mí jadea y se retuerce sumido en la pena, en sus alaridos se vislumbra un problema; cuál, no puedo saberlo; entenderlo, no es posible; enfrentarlo, ¿quién podría? Solo queda acudir a ese Otro en que veo un Mí desgarrado, aunque tal Otro me desfigure y me cause un dolor casi tan grande como el que Mí enfrenta. No se puede vivir en tal pena.
El más grande de los gigantes, tan real que solo existe ente el tormento mismo, ese gigante llamado Suicido. Y es que cuando Mí se postra frente a tal gigante, su sufrimiento es falta y necesidad del goce más puro y dulce. No lo comprendo, no lo veo, es tan real que no puedo imaginarlo; no soy digno de deleitarme en el seno de ese gigante. Un Mí prohibido de su goce no tiene opción más que odiarme. Me odia y no lo culpo porque lo cohíbo de algo que no entiendo. Pero junto a tal odio surge un deseo, el deseo por la muerte, que solo se consigue a través de la vida. Si esta no es autoayuda para un Yo y un Mí de ocho años, no sé qué pueda serlo.
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