viernes, 30 de abril de 2021

Anaerobio de Alejandro López Ortiz

Era el fin. Había subido demasiadas escalas durante las últimas horas contemplando la posibilidad de alcanzar una salida que le permitiera respirar aire puro. Ninguno de los treinta pisos o mil quinientos sesenta escalones le habían regalado un solo soplo de oxígeno. Aquel oscuro y apocalíptico edificio no se parecía a nada que Él hubiese visto antes. Incluso intuía, con algo de suspicacia, que se encontraba en otro planeta por la vaguedad de aquel lugar: sus pulmones no lograban metabolizar el aire que ingresaba en ellos. Y aunque sentía que la hipoxemia pronto apagaría por completo el motor de su vida, no entendía aquella extraña vida anaeróbica que lo había invadido y lo mantenía en ese desconocido estado de hibernación. Una muerte en vida para Él, que estaba acostumbrado a vivir con la vitalidad juvenil que le permitía trotar quince kilómetros diarios.

Horas antes, cuando despertó en aquel edificio y evaluó sus alternativas, había decidido ascender uno a uno cada piso hasta la azotea, buscando un sencillo soplo de aire. Entendió, piso a piso, escala a escala, que soportar cada golpe que producía la falta de oxígeno en su cerebro y tórax lo hacía dueño de ese lugar; y a la vez, cada minuto que lograba sobrevivir el edificio lo convertiría en un mueble más de sus treinta pisos.

Al llegar por fin a la azotea, descubrió que aquel lugar no se parecía a lo que había soñado en ese largo trayecto. Había derrotado sus miedos, vencido su incapacidad física, humilló el deterioro mental y sin embargo se encontraba allí, solo, frente a un universo de estrellas, un cielo oscuro inerte que le recordaba la belleza del universo y la poquedad de su mundo. En contraposición, tenía sesenta y seis metros de abismo, del que lo separaba solamente unos oxidados hierros forjados de color verde, curiosamente, su color favorito.

Supo de inmediato, al acercarse a ese verdoso hierro y mirar hacia abajo, que el edificio había ganado la batalla. Había sido derrotado en una guerra que en sus planes tenía esperaba ganar. Había aceptado con humildad la humillación de sentirse doblegado y especialmente, amaba no haber arrastrado a los suyos a ese oscuro edificio que había construido en su mente, palmo a palmo, durante su niñez y su juventud. Hoy, secuestrado por su propia creación, había aceptado la derrota en el mismo instante en que inclinó sus manos hacia el hierro.

Tras un largo suspiro, saltó. Sabía que la libertad tenía consecuencias fatales. Los segundos antes de la muerte, recordó que era un digno perdedor. En su lucha había sido incauto, dubitativo, rencoroso y sin embargo, con un gran corazón. Pero tras su muerte entendió, que tal vez, su mayor éxito, fue no propiciarles a otros, derrotas. Pero ya era tarde, su corazón había dejado de latir.

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