viernes, 30 de abril de 2021

Se hace tarde de Andrés Felipe Peñaranda Ospino

El viejo recordó las veces que se le hacía tarde para terminar su turno de los viernes en el Hospital de Mompox por atender algún paciente. No paraba de ver su reloj suplicando que sus manecillas se movieran más lento para no superara las seis, pero, contrario a cómo le sucedía cuando estaba con la vieja, irónicamente aceleraba cada vez más. Así perdió varias veces el último ferry a Magangué, que salía antes del atardecer, para ir a Cartagena por carretera. Pensaba que el sol poniéndose por el Magdalena desde el ferry era algo inigualable, acompañado de la alegría que sentía al saber que pronto vería a su familia, pero cada vez que lo perdía reconfirmaba que el atardecer le daba mucha más paz desde las orillas del muelle. Toda la ansiedad por habérsele hecho el día tarde se esfumaba cuando regresaba a su casa en Mompox, se sentaba en el zaguán y escribía cuentos cortos inspirándose en que su familia le quería y que, a pesar de no poder estar con él, sabían que eventualmente volverían a abrazarse.

Desde ese recuerdo empezó a preguntar cada vez más y más por la hora. Empezó a usar en casa el mismo reloj de pulsera que usaba en el hospital a pesar de que ya no servía, había un reloj de pared en casa y, más importante aún, no podía ver. Decía que Dios le había quitado el privilegio de la vista porque ya lo había visto y que no le hacía falta más. No lo puso en cuestión ni se quejó cuando poco a poco sus ojos se fueron haciendo más cristalinos porque no tenía que ver con los ojos a su familia para sentirla, ni a quienes ya no estaban, ni a quienes estaban, ni a quienes estaban por llegar.

—Mijo, ¿qué hora es? —dijo esperando que estuviera su nieto por ahí para escucharle.

—Las tres de la tarde, viejo —respondió el único de nueve nietos y nietas que seguía viviendo en Cartagena.

—¡Uh, carajo! ¿Apenas? —respondió con calma.

Esa fue la primera vez respondería de esa forma al enterarse de la hora. Repitió la misma pregunta y reacción todos los días por varios años más. No había familiar, que viviera ahí o que estuviera de visita, que no le hubiera escuchado decir que pensaba que era más tarde. Parecía que ahora siempre se le hacía tarde, pero nunca tenía prisa. A veces respondía que pensaba que eran las seis o cualquier otra hora más tardía, pero cuando llegaba mencionada hora no hacía nada más que estar sentado en una mecedora de la sala mientras se tocaba el grano que tenía en la frente y escuchaba cualquier novela que la vieja estuviese viendo en la televisión, porque lo que él tenía de ciego ella lo tenía de sorda.

Un día preguntó por la hora y solo dio las gracias cuando le respondieron. No parecía haber afán, anunciando que ya estaba llegando. Cuando se acostó para dormir cayó en un sueño profundo muy rápido. Otra vez estaba perdiendo el ferry. Llegaba la tristeza de no poder estar, pero también llegaba esa calma de la puesta del sol desde el muelle. Por fin estaba a tiempo.

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