Ver a el cadáver de Germán en ese ataúd fue más impactante de lo que esperaba. Podía sentir las gotas de sudor saliendo por mis poros, como el aire se solidificaba en mis pulmones y la cabeza me daba vueltas. Total, estaba horrorizada. No le tengo miedo a la muerte, siendo enfermera en una unidad de cuidados intensivos, es algo que veo todos los días. Para mí, la muerte es tan cotidiana como desayunar. Pero esta reacción no era consecuencia de su muerte, me dolía que hubiese muerto, y más de esa manera tan trágica e inesperada, pero la muerte es algo normal. Lo que verdaderamente me hizo reaccionar de esa manera, fue que, al mirar el ataúd, vi a mi papá ahí, muerto.
—¡Se han equivocado de persona, él que está en el ataúd es mi papá! — pensé en gritar en ese momento. Pero la sensación, aunque parecieron tres horas, duró tres segundos. Mi papá estaba a mi lado, llorando a su sobrino, mientras yo lloraba a mi primo. Y es que Germán y mi papá eran demasiado parecidos, tenían la misma nariz respingada, las cejas gruesas, la manera en que se curvaban sus mandíbulas, y el puente de cupido parecía la copia de uno en él otro. Al ver su rostro pálido y sin vida, y sus labios blancos como la cal, fue como ver a mi papá ahí, muerto.
Tres años después, volví a ver a Germán, en una cama de hospital, muriendo de cáncer. Acaba de salir de una de las nueve cirugías, que le realizaron en su paso por La Clínica Sagrado Corazón. La última, por supuesto. Sus labios seguían tan blancos como la cal, y tenía los ojos cerrados tan pacíficamente, que resultaba imposible pensar que se volverían a abrir. Pero esta vez no me pareció tan normal, y el alivió nunca llegó. Porque no es posible morir dos veces, y Germán ya había muerto una vez. Y es que no hay nada más normal y esperable que la muerte, excepto cuando es la persona que más amas la que está en el ataúd, y la persona que más he amado en el universo es mi papá.
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