viernes, 30 de abril de 2021

En las tardes me siento en el parque de José Manuel Molina Vásquez

Y veo los padres que llevan a sus hijos en brazos, con la premura de sostenerlos antes de que se conviertan en adolescentes hormonales. La zona no es de clase alta, entonces tampoco es extraño ver a grupos de heroinómanos inyectándose felicidad fortuita en las venas, oscuras como un exosto por su uso diario.

Observo el lugar, en algunas noches he dormido en las bancas que ahora ocupan parejas amorosas; de noche es un campamento a cielo abierto y durante el día es frenético, una gran mescolanza de lo mejor (y por supuesto lo peor) que la ciudad tiene para ofrecer.

Hoy se cumplen 30 años desde que reclamé con un boleto dorado el título de “Mendigo”, y otros 13 más desde que nací. Al principio fue un tanto difícil; un par de cicatrices y dos dientes rotos lo comprueban y sirven como recordatorio de que incluso si apenas eres un niño, las calles no tendrán piedad hacia ti.

Es sábado, lo que significa que después de las 6 podré dirigirme a una piscina comunal que queda cerca y darme una ducha a cambio de un par de favores que intercambio con el guardia; llevo contentándolo por más de un año, en un principio me parecía demasiado, pero poco a poco aprendí a tragarme (literalmente) mi orgullo, y aceptar la humillación que aquel acto me traía, a cambio de agua caliente quitándome la suciedad de la semana.

Tengo barba de dos semanas y el pelo enmarañado alrededor de una selva fúngica que ya ha dejado varios puntos calvos alrededor de mi coronilla; por ahora no puedo hacer nada al respecto, pues las limosnas se han reducido después del año nuevo; la mayoría de personas tienen suficientes deudas que saldar como para ayudar a las pobres almas que se estacionan entre calle y calle. Nos ven como poco más que un estorbo, dejando basura en cada lugar e inundando el ajetreo diario con gemidos.

Apenas consigo tener una comida cada día, que consiste en la sumatoria de las sobras de algunos restaurantes, lo que encuentro en la basura y lo poco que puedo (y que me permiten) comprar. Más de una vez he tenido el dinero suficiente para una cena decente, pero ningún lugar me ha dejado entrar, con miedo aparente de que termine por espantar a sus preciados clientes, aunque yo también sea uno.

Hoy el menú consiste en cáscaras de plátano y medio paquete de pan tajado que ha sido colonizado por hongos; la cantidad de heridas en mi boca y lengua me han quitado la mayor parte del gusto, por lo que comer se ha vuelto una simple acción de supervivencia. Me relleno hasta el límite y voy tragando con rapidez, con miedo de que otro en mi condición decida arrebatarme lo poco que tengo.

En los largos años que llevo en la calle, he encontrado con todo tipo de personajes pintorescos; abogados, grandes ingenieros, victimas y uno que otro niño de papi y mami que cayó apoderado de las líneas blancas. Y yo, un adefesio que tiene tantas historias que contar como pisadas tienen las calles que habito; sigo aquí, sentado en el parque, regocijándome de mi lugar en el mundo.

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