Hace una semana llegó muy contento porque ya se iba a pensionar, me comentó que aún estaba cargado de sueños, a pesar de su avanzada edad; me dijo que quería dedicarle tiempo a Nicolás, su nieto, y llevárselo a pasear; me manifestó con un brillo en sus ojos que por fin podía descansar. Yo lo felicité, le di un abrazo, y mientras seguía conversando, como de costumbre, le hice el chequeo de su presión arterial, revisé su oxigenación y escuché sus pulmones; al parecer, todo estaba bien, Don José se encontraba muy juicioso con el tratamiento para la insuficiencia cardiaca. Le renové la fórmula para los medicamentos y el tanque de oxígeno, se despidió muy alegre y se fue.
Hoy es jueves de nuevo, mi paciente favorito no llegó, así que esperé para terminar mi turno a las 2 p.m. y lo llamé, pero lastimosamente no contestó. Dentro de mí, el temor estaba ardiendo, algo malo sucedía, don José nunca faltaba a la cita; así que decidí ir a buscarlo en su pequeña casa de barro, por allá, donde difícilmente un teléfono coge señal.
Sentadito, solo, con sus ojos cerrados, y aún con el televisor encendido, le encontré yo. Don José ya no estaba aquí. ¿Por qué? El desespero me inundó y entre sus cosas busqué lo que le receté, no hallé absolutamente nada. Llamé a la EPS, me informaron que la solicitud del paciente se encontraba en espera, porque recursos no habían aún, pero que seguramente en quince días le mandaban todo a la casa, que no me preocupara.
Y yo, ¿qué le digo a Nicolás?, ¿cómo le explico a un niño de 4 años que su Nación le dio la espalda?
“Nicolás, campeón, solo papito Dios se lo llevó…”
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